En
la mañana de plata
vibra la historia;
mas de cinco siglos
de sentires y devociones
no podrían
caber
sino en una semana como esta;
Semana Santa, semana mayor
de nuestros antepasados,
de hoy y de mañana;
¡Semana mayor de
Las Palmas de Gran
Canaria!
Miras al mar, a los riscos,
a la lejana y altiva cumbre,
eres verdadero milagro del cielo,
barco y santuario,
puerta abierta y refugio
magnánimo
en la orilla misma de todas
las rutas atlánticas
que te abriera de par en par
el Almirante de la Mar
Océana.
Quizá desde el mismo cielo te contemplen
como un singular y enhiesto trono
que siglos tras siglo porta fe y devociones
entre tres continentes.
Por todo ello, por esa historia de gentes sencillas
que a esta isla y su capital hicieron grandes,
vaya mi primer saludo,
sin protocolos, formulismos o
academicismos,
para la propia ciudad y quienes la
habitan en todos sus barrios,
para quienes han llegado y aún llegan de uno y
otro confín, que la
ciudad es una y mi saludo, al corazón de todos ellos,
quiere llegar como
plegaria y oración al mismo Dios.
Las
Palmas de Gran Canaria vive ya inquieta,
parece que
tiene urgencia
por abrirnos su Domingo de Ramos,
por abrir su parque al Señor de la Burrita
en la mañana gloriosa de las emociones infantiles,
- que quién no se haga como niño
difícil tendrá el reino
de los cielos-,
que tiene prisa para
acoger todos estos días grandes
que ya llegan, con el Viernes de Dolores
como sugestivo y puntual
pórtico,
que vive en
una premura por encender cirios y engalanar tronos, pero un apremio
que se entiende pues nos llega esa semana mayor que, por muchos
siglos que pasen y años en que se repita,
nunca será igual, como siempre es distinta la luz que la
envuelve y la brisa que la acuna;
y con ella también nos llega, en el caer de la
tarde,
la silueta
nítida de cuantos aquí nos precedieron.
Ya todos sueñan con ojos avizores no sólo
que llegan días y horas con hálitos de
tradiciones,
que pronto veremos a cofrades y procesiones,
a lo mejor de la imaginería lujanera por las
calles isleñas, sino
que encontraremos de pronto una devoción
hecha orbe, ambiente y ciudad.
El reloj marca el devenir del alma
en esas horas de pasos, plegarias y sahumerios,
y las flores, en su multicolor candor,
clavel, nardo, salvia y rosa,
germinan en los ojos de la memoria.
Un
balcón, quizá un ventanal, se abre a la tarde,
que
ya viene María en sus esperanzas
y la brisa se hace canto y quejío.
Quiero
cantarte muy bajito
ante tu trono y tú paso, María,
pa que
digan estos barrios
al recibir mi requiebro
¡Viva la Madre que llora!
Y la mirada se fija,
como laureles, ficus y palmas
precisan su canto
secular,
en el paso quedo de
cargadores y costaleros
que sobre sus hombros
llevan a la gloria de los cielos.
¿Qué tiene tú mirada?
¿Qué tienen tus manos?
¿Qué dolor florece en tu pecho?
Junto a ti todo se hace mano y
abrazo,
se hace
horizonte y vecindad,
calles y plazas donde la piedad
se hace llamada a la misericordia.
Salve Ciudad de Canaria,
de tu inmortal primavera,
de tu aire cálido y de
tu mar de sueños,
florecen los días
grandes
donde se
consagran las emociones
y
se enarbola la mantilla blanca,
entre admiración y rezos,
de una Dolorosa que transita
a la sombra de torres y
espadañas
paso a paso en la
huella de una Cruz
en la que también pende su corazón.
Dolorosa que avanza, en soledad,
sobre el nivel de la noche atlántica,
y la multitud que palpita en su compaña
por Vegueta y Triana, por San Telmo y el Puerto de
La Luz,
por Schamann, San Lorenzo y Tenoya,
se crece en la luz oscura
y sabe que todo, un año
más, se ha cumplido.
Padre
Predicador y de la Salud
la noche
de tu procesionar
veguetero
se enciende la misma luna si no la
hubiera;
que
por Triana, en el devenir de los siglos,
lo hiciste con el mensaje máximo de
Tú sagrada humildad y paciencia,
para atarte luego a la columna de todos los
pecados
y ser columna de redención,
¡Ay, mi Señor, que hasta el granizo
quisiste que fuera
tu azote!;
¡como de
inexplicables deben ser nuestras faltas!
Si
la isla es encuentro en la infinitud de la mar
aún tu lo eres más en los océanos insondables de
la vida,
por lo que, cada uno, debe encontrarse contigo por Santa
Ana como santo
y seña de su existir, y a tu vera,
por la madrugada de
fachadas, monumentos y figuras pétreas,
que unen las preces de quienes ya no están,
recorrer las calles de Vegueta tras un Cristo silente;
¡Cristo en el más elocuente
de los silencios, el de la oración!
Viernes
Santo grancanario,
en lo más hondo de su historia
la cruz está clamando su triunfo;
el murmullo del Santo Rosario
y el pisar arrastrado de tus costaleros,
en el fervor de una marea de mantillas blancas,
hacen de estas calles vegueteras verdadero
camino
a ese Calvario donde cada año
se redimen
las ingentes penas de
este mundo.
¿Quién no se queda inmóvil, casi de piedra,
cuando entre las notas de la fúnebre marcha de Chopín
la Dolorosa y su hijo crucificado sobre todas nuestras culpas
miran hacia ese balcón de siglos donde la sagrada bendición
parece despedirles en
su entrada a la Catedral?
Queda
ahora la palabra, siete palabras que son génesis y culmen
de toda historia
y vivencia humana:
perdón, paraíso,
hijo/madre, desamparo, sed,
todo se ha consumado, espíritu encomendado,
y en ellas
el templo catedralicio, cada cual que escucha,
es templo, monumento y testimonio de fe,
que
sin ella nada de esto tendría sentido, ni razón.
Ya
te han bajado de la cruz
que queda tan desnuda como el alma de tus hijos;
ya te traen desde San Francisco en esa urna
que por esplendida que sea poco esplendor
tendrá
nunca para quién no necesita esplendor alguno,
para quién todo
esplendor sólo reside en la misericordia
de su mirada hacia cada
uno de nosotros.
Fe,
esperanza, misericordia, caridad;
en el torneo de la vida y la muerte
ante el mundo quedas proclamado vencedor
por
triunfal y rotunda resurrección;
y Las Palmas de Gran Canaria, al mar y a los riscos,
a
sus plazas y recónditos rincones, a sus playas y muelles,
al corazón de sus gentes de aquí y de allá,
hace tañer sus campanas, sonar de los buques sus bocinas,
de
los timples sus acordes, de las gargantas su grito de júbilo,
y hasta la brisa del
Atlántico se aúna a tal feliz bullicio
pues con tu resurrección,
ahora sí, esta ciudad
“¡Segura tiene la palma!”
Excmo.
y Reverendísimo Sr. Obispo de Canarias, dignísimo Sr. Presidente de
la Unión de Cofradías, Hermandades y Patronazgos de Gran Canaria,
autoridades eclesiásticas, civiles y militares, representaciones de
cofradías, hermandades y patronazgos, señoras y señores; ¡cofrades
todos de Gran Canaria! ¡Con la venia!
Bajo un palio de palmas la fina luz atlántica va
enhebrando las figuras, que siglo tras siglo, han compuesto la
peculiar y personalísima identidad de esta ciudad en su “semana
mayor”, en esa Semana Santa que tiene, por unos días al año, en
Vegueta y Triana su particular y sugerente Jerusalén pasionista.
Palmas
que ya dieron cobijo a la primera expresión de fe y devoción de
esta ciudad el mismo día de su fundación, cuando al amanecer se
levantará, acunado en los arenales de la Bahía de Las Isletas, un
hermoso altar cubierto con ellas para que el deán Juan Bermúdez
cantara la primera misa de esta capital, que fue de esas que llaman
“de la luz”. Y la luz que coronó las
horas fundacionales de esta urbe, luz de Dios, luz de la inteligencia
humana y luz de la esplendida naturaleza atlántica entre la que
emergía la isla en toda su grandeza, también moldearía el ser y
sentir, el espíritu mismo de la ciudad mientras crecía en cuerpo y
alma en el devenir de los más de cinco siglos de su historia.
Y junto a esa luz los sonidos, el repique y el chirriar
de los primeros esquilones y campanas que hoy suenan a siglos, a
solemnidades, al propio Camilo Saint-Saëns, campanas de Vegueta que
el poeta Morales cantase con raíces de alma centenaria: “Volteó,
lentamente, con ásperos chirridos,/ hirió el mazo de hierro los
bordes musicales/ y cruzaron el aire los vibradores ruidos/ con un
sonoro vuelo de alondras matinales…”
La
ciudad germinó en el seno de un bellísimo y frondoso palmeral, por
lo que a la palma llevó y tiene como nombre y seña de su
identidad. Y si la palma y la palmera han aparecido siempre en el
relato de los momentos más cruciales, trascendentes y sagrados del
devenir de la humanidad, como también ocurre en la vida de Jesús
–la Sagrada Familia descansa a la sombra de una palmera en su huida
a Egipto; Jesús entra en Jerusalén entre palmas-, ahora, al
convocar estos días de tanto arraigo para la capital grancanaria, en
los que todos tenemos como una de sus estampas más clásicas al
Cristo de la Sala Capitular catedralicia detenido en su trono a la
sombra de la enhiesta palmera de la plaza del Espíritu Santo, la
palma se nos muestra verdaderamente como símbolo de la victoria
sobre el mal, lo perverso y la muerte y, por ello, símbolo de
resurrección. No es mal emblema el que la ciudad escogió desde su
nacimiento para señalar la identidad trascendente que ha destacado a
sus vecinos a lo largo de su historia y se sacraliza tan hondamente
en la intimidad de estos días de su Semana Santa isleña.
En
el alba y a contraluz
se presiente la silueta,
esbelta y nostálgica,
de una palma en su memoria.
En
la distancia difuminada
su imagen se confunde
recortada en el firmamento
y en el azul atlántico.
En
las altas torres y las enhiestas palmas,
sagrado
solar de plaza mayor,
sobrevuelan
fugaces los recuerdos
de
mañanas luminosas en Viernes Santo.
Como
velámenes vegueteros
flamean las
palmas en los aires de la semana mayor;
por San Telmo
una Triana en calma
enarbola su pregonar marinero.
Que
ya vienen los días grandes,
lo ha cantado febrero hecho primavera;
que ya viene la semana mayor
y reverberan las palmas grancanarias.
Que
ya viene marzo y están cercanas
las horas grandes de la pasión;
que ya vienen entre arcos y palmas
los días en que se encamina la redención.
Lo
canta ya en la brisa la campana
y lo sueñan, candentes, sobre la mar
los murmullos de preces que elevan las palmas.
Semana
Santa de palmitos, palmas y palmeras;
santo y seña de una
ciudad que en su alma,
sobre una blanquísima
mantilla, te lleva como bandera.
No
es de extrañar que Ignacio Quintana Marrero, en el primer pregón de
la Semana Santa de Las Palmas, allá por el año 1948, cuando la
capital insular casi estrenara su apellido “…de Gran Canaria”,
al referirse a estas solemnidades no dudará en resaltar que se trata
de una “…Semana Santa que coge y sobrecoge
a la ciudad de punta a punta, enseñoreándose y proclamándose dueña
del ambiente. Que esa es la principal nota de la Semana Santa de Las
Palmas: un ambiente que no sólo perfuma el contorno y hace que hasta
el olor de las rosas y los claveles exhalen el penetrante aroma de la
liturgia, sino que se hace aire vital metiéndose en los pulmones de
las gentes que ya son, viven y se mueven en Semana Santa…”
Rememorar
esto me obliga también a hacer un recuerdo, un retorno a aquellos
que fueron precedentes en este pregonar semanasantero
en Gran Canaria. Sí, como queda dicho, el
primer pregón oficial de la Semana Santa isleña lo pronunció en la
de 1948 el escritor grancanario Ignacio Quintana Marrero, poco
después de la célebre y recordada conferencia de Semana Santa que
aquí pronunciara Federico García Sanchíz, quién pocos años
antes, y con unas conferencias similares, también propiciara la
aparición de estos afamados pregones en Sevilla, personalmente me
atrevo a retrotraerme a muchos siglos atrás, a finales del siglo
XVI, cuando ya algunas procesiones de crucificados recorrían las
primeras calles de Vegueta a Triana, ó de Triana a Vegueta,
acompañados de sus cofradías, y muchas eran las personas que
recitaban o leían los versos del extenso poema “La Invención”,
ó “la invención de la Cruz”, dedicado a la pasión de Cristo
por el primer gran poeta canario, Bartolomé Cairasco de Figueroa,
que, en fondo y forma, pudiera considerarse como un primigenio
antecedente del pregonar isleño de Semana Santa: “Fue
la otra invención aún más costosa,/ de más admiración y
gallardía,/ porque en Jerusalén, ciudad famosa/ donde de todo el
orbe gente había/ estando atenta a ver tan nueva cosa/ en un alegre
pascua al mediodía/ salió con extrañísimo aparato/ el Redentor de
casa de Pilato…”
Con
los versos de Cairasco también aflora una realidad, la de siglos de
hondas y arraigadas devociones, de sentimientos que, paso a paso, se
han conformado en plegarias tan inmutables y sólidas como las mismas
rocas con las que se levantó este grandioso templo cuya construcción
solicitaron los mismos Reyes Católicos en 1484 al Papa Sixto IV;
sentires de claras y rotundas convicciones religiosas que se han
transmitidos de generación en generación, un orbe de espiritualidad
surgido de la preclara luz del alma isleña que siempre se manifestó
cuando fue preciso de forma tan franca, noble y a la vez sencilla
como la misma identidad del isleño, y pudo por ello exclamar su lema
de: “Segura tiene la palma”
Y con ello se hace patente que no es este conjunto de
manifestaciones exteriores, que tanto han llegado a caracterizar el
discurrir cotidiano de los días de la semana mayor con verdadera y
sugestiva personalidad en estos barrios históricos o en otros
lugares como el Puerto de La Luz o el pueblo de San Lorenzo, el que
concita, irradia o promueve una fe y unas creencias, sino muy al
contrario, todo ello existe y se ha suscitado en el tiempo y en el
espacio como testimonio y expresión de esa honda espiritualidad que
germina por todo el orbe insular y nos hace sentir parte de esa
pasión universal que tiene, especialmente en estos día, a la
misericordia como bandera y puente de encuentro entre los hijos del
Altísimo.
Y precisamente en estos días apreciamos como esta es
también para la Unión de Cofradías, Hermandades y Patronazgos de
Gran Canaria, desde su fundación en el año 2004, una Semana Santa
con un sentimiento muy especial, pues ni ha quedado huérfana, ni
desasistida, dado que los sabios consejos que siempre recibió de su
consiliario, desde un talante cercano de resaltada bonhomía, desde
la humildad que le acercaba a todos, le vendrán ahora muy
directamente de la misma cercanía del Altísimo donde D. Policarpo
Delgado sigue rezando por todos nosotros, por esta querida Unión con
la que él supo extender su trabajo y acción espiritual y social a
todos y cada uno de los días del año. D. Policarpo, desde los
sentimientos hondos de unos y otros, en el recuerdo emocionado de
todos, este pregón ¡va por usted!
Hay quienes dudan del sentido religioso de la Semana
Santa, de esas expresiones populares y de arte que complementan el
culto más propio de estos días grandes, y que están arraigadísimas
en la propia idiosincrasia de esta ciudad y de sus tradiciones; a
estas personas las invitaría a que observasen con detenimiento, con
precisión, la actividad y la actitud de cofrades, patronos,
parroquianos, vecinos que participan y hacen posible estas
manifestaciones de religiosidad que exigen dedicación, entrega,
sacrificio, ilusiones y, sobre todo, la expresión de una fe honda,
arraigada, madurada en su propio ser y en el devenir de unas familias
a lo largo de los tiempos, y entonces entenderán que muchos podrían
decir eso tan isleño de “¿Y qué necesidad hay de todo esto?”,
pues igual hasta ninguna, pero es algo que germina en la de guardar
unas tradiciones conforme al espíritu del Evangelio, de señalar a
la sociedad en general que lo importante no es lo que ven ahora, lo
que incluso algunos venden como atractivo turístico, sino la
disposición de cada uno de ellos a entregarse al servicio de los
demás, con el mismo espíritu evangélico de caridad, hermandad y
misericordia todos y cada uno de los días del año, tal como enseña
y predica Jesús de Nazaret a través de ese Señor Atado a la
Columna bajo los laureles de Santo Domingo, de ese Cristo con la Cruz
a Cuesta cuando recala por Santa Ana, de ese Cristo del Buen Fin que
camina en silencio por la madrugada veguetera, de ese Cristo yaciente
en su urna dorada al pasar por la Alameda trianera.
Semana
Santa, tu signo está consumado;
la Cruz exclama en
toda su grandeza
cuando discurre en su serena alteza
y su amor, por plegarias,
queda avalado.
Semana
mayor, todo aparece fraguado;
días donde el sentimiento es certeza
y la devoción en su fineza
es un
testimonio en su fe enyugado.
En
Tú nombre, señor, todo se alza,
en Tú mirada el dolor del
mundo se queda,
en Tú caminar al Calvario algo se traza,
en
Tú Cruz se abre a los cielos una vereda,
y Tú discurrir silente por
ella se desplaza
pues nada hay que a Tú grandeza exceda.
Sí algo hay arraigado en Las Palmas de Gran Canaria
esto es su Semana Santa, que como recuerda el cronista Domingo J.
Navarro ya siglos atrás “…era siempre
esperada con avidez…”, que como destaca
el gran memorialista José Miguel Alzola “…constituía
cada año un acontecimiento que, por repetido, no dejaba de ser
esperado con deseo por los vecinos…” que
a lo largo de la Cuaresma se preparaban “…para
tener acomodadas sus conciencias y también sus indumentarias a la
grandeza de los días solemnes por venir…”,
o que como reseña en la prensa Domingo Doreste Fray Lesco era en sí
misma “…la semana grande, los días de los
recuerdos sublimes y de las esperanzas eternas…”
La
ciudad se conformó, poco a poco, partir del primigenio Real de las
Tres Palmas, luego Villa del Real de Las Palmas, y a ella se
amoldaron también lentamente, muy despacio, como calan y se asientan
los rasgos de identidad más indelebles, los ritos, festividades y
tradiciones de esta celebración de la Semana Santa con aires
atlánticos, punto de encuentro de usos y costumbres de muy dispar
origen que aquí se acrisolaron con una nueva y singular personalidad
definida por ser para todos, como rememoraba en sus versos Josefina
de la Torre, una “Semana Santa isleña de
inefable memoria:/ traje nuevo bordado, zapatos de charol…/
Ruidosos triquitraques del Sábado de Gloria:/ humo de sahumerio,
algarabía y sol…”, que en alguna medida,
como subrayó otro cronista oficial, Luis García de Vegueta, se
caracterizaba por ser una “…Semana Santa
apañadita, casi íntima, que la gente gozaba desde dentro, metida en
la procesión y no contemplándola como un espectáculo…”,
por lo que aquí nunca hubo carrera oficial, ni palcos principales,
ni sillas alquiladas en el recorrido, que aquí la carrera mayor la
llevaba cada cual en su alma, mientras se apresuraba a caminar lo más
cerca posible del trono con la imagen de su especial devoción; como
acontecía con Anita Carvajal, autora de la toca que durante décadas
lució la Dolorosa de Santo Domingo y de la posición de su mano
derecha que ella ajustaba como nadie, que la esperaba en un recodo de
la plaza para observarla muy de cerca y acariciar las volutas de su
trono, con la misma ternura que se mima a los seres mas queridos.
Porque
todos, como la poetisa Chona Madera, se sentían “…parte
de esa simiente…”, arraigada en escenas
muy propias de estos históricos y viejos barrios, con escenografías
muy ajustadas a la ocasión que brotan en versos de Ignacia de Lara:
“En la noche solemne y silenciosa/como
sumida en religioso anhelo,/ el clarinete con gemir de duelo/ dice en
el aire su canción llorosa./ Se ve avanzar la imagen milagrosa,/
prendida en las manitas el pañuelo,/ y del manto de rico terciopelo/
envuelta en la negrura suntuosa…”, y me
atrevería a añadirle, a cantarle como canto y quejío,
como malagueña y saeta,
Semana
Santa grancanaria;
semana mayor para añorar soleadas
y limpias
mañanas de mantillas blancas,
cientos de farolillos que rompen
el luctuoso gris del atardecer,
noches de plegarias tras un
Cristo de siglos en procesión.
La
ciudad creció y se colmó en su identidad; se transformó y mantuvo
sus rasgos esenciales; llegó a nosotros y explosionó como cabe a
una urbe cosmopolita y singular que busca su futuro y su progreso.
Junto a ella, siendo parte de sus rasgos esenciales e ineludibles,
nuestra Semana Santa también avanzó a través de los siglos en el
mismo devenir de la ciudad. De aquellos crucificados del siglo XVI
que cruzaban el barranco en una y otra dirección para cumplir con
los respectivos conventos, se llegó a la ciudad ilustrada donde
junto a cofradías y hermandades los colegios y corporaciones
públicas, amén de muchas familias, acogieron sobre los hombros de
su conciencia el dar la levantá
a aquella semana mayor que tanto les colmaba el alma y que el insigne
y genial Luján Pérez llenó de una imaginería que parecía tallada
con la ayuda de los propios ángeles.
Una Semana Santa, que como afirmaba Quintana Marrero, y
retorno al primer pregón semanasantero
de la capital grancanaria, “…está
firmemente afincada, enraizada en la ciudad. Pensad un momento en las
cuatro antiguas parroquias de Las Palmas…”
San Agustín, Santo Domingo, San Francisco y San Bernardo, las
“…cuatro iglesias cardinales, cimiento de
la religiosidad de Las Palmas; las cuatro firmes columnas de la
Semana Santa nuestra, que cada día tiene su historia y su devoción,
sus imágenes y sus tradiciones inalterables…”.
Junto a ellas también han sido y son, andando el tiempo, columnas
indiscutibles del vivir pasionista laspalmeño
este propio templo catedralicio, esta
Catedral de Canarias, con la que, dicho en versos de Cairasco, “…Gran
Canaria puede/ llamarse siempre bien afortunada/ pues a Santa Ana el
cielo le concede/ por titular patrona y abogada,/ donde en iglesia
catedral que excede/ amuchas que lo son, es venerada,/ cuyo servicio,
pompa y aparato/ del gran templo Hispalense es un retrato…”,
y la cercana Ermita del Espíritu Santo; que poco se entiende como en
su diminuto solar puede contenerse tanta gloria y esplendor sino es
por puro dictamen y milagro del redentor.
Pero también con el devenir de los siglos la ciudad
crece y con ella su expresiones y cultos de Semana Santa y cuando la
primigenia ermita de Ntra. Sra. de La Luz se convierte en Parroquia
el año de 1900 por impulso y dictamen del querido prelado José
Cueto de la Maza y su templo actual queda inaugurado en 1913 por el
también inolvidable Obispo Pérez Muñoz, en una Isleta que crece
pujante, inquieta, ilusionada, las manifestaciones de la semana mayor
tampoco quedarán atrás en este nuevo distrito de la ciudad que
pronto incorporará, junto a los cultos habituales, un conjunto de
procesiones y viacrucis que alcanzarán merecida fama y seguimiento
en toda la ciudad. El siguiente paso en el desarrollo urbano, la
denominada Ciudad Alta, tiene como expresión devocional de Semana
Santa la concurridísima procesión de Nuestra Señora de Los Dolores
de Schamann. El municipio de San Lorenzo, al finalizar la tercera
década del pasado siglo, con su incorporación a este capitalino,
también agrega antiguas tradiciones y cultos que hoy relucen en
aquella plaza hermosa que ofrece a sus procesiones el bellísimo
palio de sus gigantescos laureles.
Las Palmas de Gran Canaria, además, como un procesionar
que corre por los entresijos de su alma, en el transcurso de sus más
de cinco siglos de historia, en el fragor de muy diversos episodios
en los que tuvo que dar todo lo mejor de sí y a través de la acción
decisiva de ciudadanos de diferentes épocas, se identificó como una
urbe noble, hospitalaria, comprensiva, solidaria y magnánima, rasgos
que indiscutiblemente contribuyen a conformar su rostro, su carácter
y su idiosincrasia y la identifican así ante el mundo entero como
una verdadera ciudad “magnánima”, título que a comienzos del
siglo XX el periodista y diputado Luis Morote pidió que se uniera a
los que ya tenía de Muy Noble y Muy Leal.
Una ciudad y un vecindario, que a lo largo de su
historia no sólo se manifestó a favor de las más ineludibles e
inaplazables necesidades sociales en muy diversos y diferentes
ámbitos, sino que también resaltó por sus acciones y actitudes
generosas, comprensivas, solidarias algo que permite que esta capital
siga siendo, y mereciendo ese título que reclamaba Luis Morote, una
“ciudad magnánima”; una urbe que desde esta perspectiva de
solidaridad que distingue a sus vecinos bien pudiera intitularse la
Muy Noble, Muy Leal y Muy Magnánima Ciudad Real de Las Palmas de
Gran Canaria.
Unas actitudes que hacen de ella una ciudad que se crece
y modela para este Año de la Misericordia, pues en ella parecen
entenderse y resonar con claridad las palabras del Papa Francisco
cuando nos señala que “Redescubramos las
obras de misericordia corporales: dar de comer al hambriento, dar de
beber al sediento, vestir al desnudo, acoger al forastero, asistir
los enfermos, visitar a los presos, enterrar a los muertos. Y no
olvidemos las obras de misericordia espirituales: dar consejo al que
lo necesita, enseñar al que no sabe, corregir al que yerra, consolar
al triste, perdonar las ofensas, soportar con paciencia las personas
molestas, rogar a Dios por los vivos y por los difuntos”.
(Bula Misericordiae Vultus, n.15),
en un orbe isleño donde, como señala el Santo Padre, se ha mostrado
que también “Nos conmueve la actitud de
Jesús: no escuchamos palabras de desprecio, no escuchamos palabras
de condena, sino sólo palabras de amor, de misericordia, que invitan
a la conversión”. (Primer
Ángelus del papa Francisco, Plaza de San Pedro, domingo 17 de marzo
de 2013)
Hondo dolor, Padre mío, tengo en el cuerpo
de tanto verte arrastrar ese madero.
¿Qué daría yo al mirarte,
Señor de la Cruz a Cuestas,
para aliviar tu sufrimiento
con los amores de mi pena?
Quiero caminar con los versos
que me hagan Cirineo
por la calle más larga
de tu Miércoles
Santo veguetero.
Quiero ser son de tambor ronco
al redoblar cada esquina
en el paso a paso del Nazareno,
para cantar susurrante
la gloria de este Jesús del
Encuentro.
Quiero mirarle quieto y parado
sangrante, sudoroso y cansado
al pie de la torre catedralina,
que el mismo atardecer ya
adivina
cuando sin
queja alguna camina.
Quiero, en el blanco lienzo de lino,
sentir
como propias las marcas de ese camino;
que para
tú rostro de dolor sereno
se hacen pocos
mil reflejos de sol isleño.
A rezarte entre campanas
viene tú barrio a Santa Ana;
que hincado, bajo el peso de la Cruz,
con la mirada erguida a todos bendices
¡Cristo de la Caída!
(2003)
Vegueta y Triana florecen en todo su esplendor estos
días de la Semana Santa, como un auténtico corazón pétreo de Las
Palmas de Gran Canaria. Un corazón que palpita con intensidad en el
sentir y las vivencias de nuestros conciudadanos, como ha ocurrido
generación tras generación desde hace siglos, casi desde los mismos
días fundacionales, cuando frailes dominicos y franciscanos
fomentaron el culto público de la Pasión de Cristo.
Y este corazón laspalmeño
recibe, en sus dos barrios históricos, Vegueta y Triana, a modo de
aurículas de un mismo órgano, la sangre de los sentimientos de sus
habitantes, con la que riega de vida y de memoria ese tesoro de
antiguas iglesias y conventos que guardan en su perímetro ese
reguero de calles y plazas cuyos nombres son auténticos capítulos
de nuestra historia, el compendio de un ámbito urbano que, en pocos
días, quedará nuevamente transformado en el más adecuado de los
escenarios para la representación de la Pasión en la Semana Santa
isleña.
Y surge aquí la leyenda. Vegueta y Triana son estos
días, más que ningún otro, barrios de quimeras.
Téngase en cuenta que la leyenda de un barrio puede ser
sus gentes y sus hechos, sus acontecimientos y sus tradiciones, pero
sobre todo el mito de un barrio reside en su ambiente. Y estos días
de semana mayor, de Semana Santa, Vegueta y Triana, con su singular y
personal ambiente, despiertan en todos nosotros, en la inmensa
mayoría de sus visitantes, la evocación de su leyenda de siglos,
que aparece tan viva y palpable como suena el paso quedo y constante
de los costaleros en el angosto silencio de los callejones, cómo
relucen en la tiniebla fría del anochecer los velones del Cristo
agustino en su Vera Cruz que pasó a ostentar también el patronazgo
de esta capital, de su Corporación de gobierno y de su Policía
Local , cómo brillan al sol del mediodía, bajo un toldo de
palmeras, cientos de mantillas blancas, o cómo camina silente La
Soledad bajo los laureles centenarios de La Alameda, que cierran sus
frondosas copas para abrigar esa noche del Viernes Santo su camino
del retiro resignado, del más grandioso y fecundo de los dolores.
Leyenda y ambiente. El corazón histórico de la capital
grancanaria parece estos días de Semana Santa quedar cerrado en sus
extremos dentro del límite de las viejas murallas con las que, hasta
mediados del siglo XIX, se clausuraban Vegueta y Triana. Parece como
si de nuevo quisieran permanecer cerrados para protegerse en ese
ambiente tan personal, en esa epopeya única y sugerente que se
mantiene pura, casi con el aspecto de antes, del que siempre quiso y
siempre tuvo.
Por ello, recordaré siempre algunas escenas de este
tiempo, soñadas o vividas, lo mismo da, como la que pude observar en
el recoleto deambular de Semana Santa por una de esas viejas
plazoletas.
Era una noche isleña en la que la luna, al rielar por
el azul inmenso, se miraba en el espejo de la fuente de piedra. Sobre
la taza, el surtidor rimaba su eterna canción en el rosario de sus
líquidas perlas, que eran lágrimas delatadoras de una Dolorosa en
su soledad, de nuestra Virgen de la Soledad camino de su retiro en el
templo del viejo y trianero convento franciscano.
O como, desde la difícil época de los años ochenta
del pasado siglo, con la Real e Ilustre Hermandad y Cofradía de
Nazarenos de Nuestro Padre Jesús de la Salud y María Santísima de
la Esperanza, la “Esperanza de Vegueta”, la noche avanza serena,
fría en la brisa limpia que llega desde la marea, convirtiendo a
todos, según decía el poeta, en costaleros de sus creencias en esta
madrugada de procesión silente.
Un
requiebro detiene la tarde,
enmudece gargantas
que al unísono
quieren gritar
¡Guapa!,
¡Esperanza!
¡Esperanza de Vegueta!
Calla, calla,
enmudece como el nazareno
que ya viene la Virgen
que María de la Esperanza
paso a paso, muy despacito,
bajo los laureles de Santo
Domingo,
quiere escuchar
a
Jesús de la Salud
rezar desde su profundo silencio.
Tarde de procesión;
redobla el tambor, quejidos del clarinete,
calle a calle,
esquina tras esquina,
dulcemente mecida
en la alegre contrición de sus costaleros,
camina María de la Esperanza
¡Esperanza de Vegueta!
Ya tañe inquieta la campana
¡campana de Vegueta!
al mar y a los riscos,
al corazón de tus hijos,
señala la aflicción de un
encuentro
en el pórtico de Santa
Ana.
Salvia de la Gran Canaria,
desde tu austero esplendor,
en el requiebro cálido que besa
tus pétalos de papel,
enciendes el rostro,
que es rostro de esperanza,
de esta Madre
que entre
aplausos, saetas y folías
a un golpe del capataz
al cielo se alza.
Salvia de Esperanza,
entre cirios y varales,
entre penas y alegrías,
bajo un palio de palmeras,
ya viene en procesión
María de la
Esperanza,
¡Esperanza de Vegueta!.
(1996)
Y en todo esto, seguro que en mucho más, reside la
íntima persuasión legendaria que da a nuestra Semana Santa, a
nuestras procesiones, su peculiar carácter. Así, en el aire suave
del clima isleño en primavera, cualquier día de nuestra Semana
Mayor, pude siempre comprender que esta Semana Santa de Las Palmas
tiene también una palpable y atractiva singularidad. Es más, si
cada pueblo tiene una forma diferente de comprender y expresar la
pasión de Cristo, la del nuestro es esta que pudo, y puede hoy
también, considerarse de las mejores.
Antigua
ermita de los marineros,
oración de los
mareantes,
remanso
y sosiego para el alma aturdida
en las tardes de
la semana de pasión.
¡Ermita de San Telmo!
Tu puerta chiquita, siempre callada,
cada Miércoles Santo
clama a todos los vientos del Atlántico
que ya viene saliendo,
que ya en la calle está
con su pañuelo de lágrimas,
con su rostro sereno, bellísimo,
Nuestra Madre de los Dolores,
¡Dolores de Triana!
(1997)
Me remito a esa bella y sencilla manera de comprender
las escenas de la Semana Santa, en la que, sin faltar la pompa y la
majestad exigible a todo cortejo procesional, con un rico conjunto de
formas artísticas en imágenes, tronos, candelerías y otros enseres
propios de estas manifestaciones, su magnificencia reside en que
Cristo, junto al dolor de su amantísima Madre, está en la
meditación y el recogimiento de los fieles grancanarios en su semana
mayor.
Ellos comprenden, en el marco de estos pétreos
escenarios vegueteños y trianeros, la pasión de Cristo y se dan
cuenta exacta de su cruento sacrificio. Y del otro dolor, el de la
Madre.
Y aparece entonces la voz en el canto de la malagueña,
en el de una imprecisa saeta, o apenas en un íntimo murmullo, que no
puede renunciar a exclamar desde lo más hondo del corazón: “iMadre!
Te traigo una candelería para alumbrar tu llanto; candelería de
pura cera para iluminar el dolor más incólume, más quedo; el dolor
de tu soledad…”.
Un símbolo indiscutible de esta Semana Santa en Vegueta
y Triana lo encontramos cada año cuando, en el mismo pórtico
catedralicio, un Cristo coronado de espinas en su cruz, el Cristo de
la Sala Capitular, apenas momentos antes de la hora crucial, espera
la llegada de su amantísima Madre, la Dolorosa de la Catedral, esa
talla lujanera que fuera modelada por encargo del deán Toledo. Un
Cristo ungido, en toda su majestad, por la elegante esbeltez y el
natural esplendor de la palmera canaria.
Y es que la mañana de Viernes Santo, como señala un
antiguo texto, pese a su limpia y brillante luminosidad atlántica,
realzada en el espejo blanco de la mantilla isleña, “…no
es más que un túnel donde los vientos soplan al compás de un
llanto que anunciará que el Hijo de Dios ha muerto…”.
El velo del templo se quiebra en señal de dolor, las campanas del
barrio enmudecen en toda su grave solemnidad y chirría entonces
quejumbrosa la matraca; Vegueta y Triana son rincones de emociones de
siglos, una calle larga en la que año tras año procesiona una
isleñísima Dolorosa, bajo más de una advocación. Por eso, al
contemplarla, como la mayoría, yo le diría: “Virgen
de los Dolores no me llores, que tu llanto es mi condena en esta
tarde de Viernes Santo, ¡Ay! No me llores mi Genovesa del alma”.
Pero con la Semana Santa nos encontramos también en un
tiempo en el que la música, el compás inalterable de las marchas
procesionales, el quejido hondo de saetas y malagueñas, de trompetas
solemnes, no se escucha, sino que apenas se oye, se insinúa
esplendorosamente entre repiqueteos de campanillas, al fondo de un
callejón vegueteño en la magnificencia de su estrechez.
Y en las horas cumbres de este recordatorio laspalmeño
de la Pasión, al llegar el procesionar a la antigua Plaza de San
Bernardo, el sagrado túmulo acalla cualquier murmullo. A la tenue
luz de tus velones, con el silencio roto sólo por el paso arrastrado
de su marcha a la funerala de los guardias civiles que dan escolta
solemne a Tú trono, ante Tú sagrada imagen en el sepulcro, que
diseñó el pintor Manuel Ponce de León y procesiona desde 1873,
como el poeta José Luis Hurtado de Mendoza, me pregunto, todos nos
preguntamos, una y otra vez: “…Si cayere
de nuevo ¿a quién, Dios muerto, pediré ser de nuevo perdonado. A
Ti Señor, a Ti, porque si ahora exánime y por tierra te contemplo,
dejando en soledad las penas mías, Tu palabra me dijo que la aurora
vendrá tras de la noche y que Tu templo volverá a levantarse a los
tres días…”
Y luego, de nuevo, una Dolorosa en la plenitud de su
soledad, que prosigue por las calles trianeras en pos de su retiro,
con el dolor cuajado de llanto en su rostro sin par. Y todos te
miramos y parecemos decir a voz en grito, o en el canto de unas
malagueñas: “¡Se ve, Señora, que le has
visto!; ¡Cómo se ve que sabes que ha muerto!; ¡Cómo se ve que te
has quedado sola!”
Sábado de Gloria. Domingo de Resurrección. Paz en las
calles, espera en las almas. El Resucitado ya nos llega con su
triunfo sobre el pecado, sobre la muerte, sobre las tinieblas que
empañan de miserias el alma de la humanidad. Y en esa intensidad
debemos buscar el origen y el fin de todo ello, de todo lo que se ha
revivido en estos días por las calles de Vegueta y Triana, sin miedo
alguno, porque, como señala San Mateo, “…sé
que buscáis a Jesús, el que fue crucificado. No está aquí, porque
ha resucitado, como dijo…”.
Así transcurre, año tras año, siglo tras siglo,
nuestra Semana Santa insular en estos viejos barrios de Vegueta y
Triana, como en otros lugares en los que ha crecido con la esplendida
urbe que la cobija y a la que identifica. Cada día es una plegaria,
una expresión de fe del pueblo que la vive y la siente, como la
vivieron y sintieron sus padres y sus abuelos, y como están seguros
que la vivirán sus hijos y sus nietos. Pero cada día es también
una campana que tañe a tradición, a antiguas costumbres, a un
carácter y un ambiente que hacen de esta Semana Santa un exponente
de arraigada canariedad.
Un pregón de nuestra Semana Santa, que incluso como
crónica debería ser mucho más extensa, podría convertirse en una
verdadera lección de historia cuajada de nombres, fechas, datos,
referencias artísticas, literarias o musicales. Pero éste desea ser
sólo una llamada, un convocar con un pequeño apunte de un ambiente,
de un carácter, de un estilo propio y arraigado que define a unos
barrios y a sus gentes, a unas costumbres y a unas tradiciones que
hacen muy laspalmeña
la expresión de algo tan universal como la pasión, muerte y
resurrección de Cristo.
Silencio de Vegueta,
madrugada sin horas,
silencio en el rito
y hasta en el rezo,
silencio de siglos,
que el cofrade,
silencioso y
sin mediar palabra,
ha
escogido el camino más corto,
pero
el más difícil,
para soñar con ser digno de tu cruz;
¡Oh Cristo del Buen Fin!
Cuanto silencio escucho
cada madrugada de Viernes Santo
cuando a tu vera recorro
las calles de Vegueta.
Es el silencio del Miserere,
el de un sencillo paso
para el más sublime de
los sacrificios;
silencio de farolillos,
silencio de la campana
que corta el procesionar cofrade;
silencio del orador sagrado,
cuyas palabras son dardos
en la noche inmensa de nuestros
pecados.
¡Oh Padre mío!,
cuanto silencio en esta madrugada,
y en el sosiego de los hombres,
enmudecidos en su vileza,
se escucha, más claro que nunca,
Tú mensaje eterno;
Tú voz,
Tú diáfana
voz,
voz que no requiere palabra;
voz, que un año más,
nos habla de amor, de
piedad, de misericordia;
y nosotros, pecadores,
un año más, que
no te hacemos caso.
¡Cristo del Buen Fin
eres la más diáfana de las claridades
en la honda madrugada de nuestras vidas!
Cofrades de la madrugada,
apóstoles de la única luz que alumbra el mundo,
las Calles de Vegueta,
cada medianoche del Jueves al Viernes Santo,
se trocan en un sugerente camino
hacia ese Cristo Moreno que,
en su Cruz,
nos habla
desde el más elocuente de los silencios.
Cristo del Buen Fin,
junto a tu altar,
en la canarísima ermita del Espíritu
Santo,
también quiero escucharte en silencio,
pedirte perdón por la pasión puesta
en cada una de las palabras de este pregón,
en cada uno de los versos
de este humilde pregonero
que sólo quiere llamar a todos
a contemplar tu rostro sereno,
a caminar, un año más,
por las calles silentes
de la madrugada
vegueteña,
y a
escuchar el más hermoso de los pregones:
¡EL DE
TU SILENCIO!
(1998)
Juan José Laforet (Cronista Oficial de Las Palmas de Gran Canaria)
Las
Palmas de Gran Canaria, Catedral de Canarias, jueves 17 de marzo de
2016.
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