martes, 29 de marzo de 2016

UNA CIUDAD PARA SU SEMANA MAYOR


En la mañana de plata vibra la historia; mas de cinco siglos de sentires y devociones no podrían caber sino en una semana como esta; Semana Santa, semana mayor de nuestros antepasados, de hoy y de mañana; ¡Semana mayor de Las Palmas de Gran Canaria!
Miras al mar, a los riscos, a la lejana y altiva cumbre, eres verdadero milagro del cielo, barco y santuario, puerta abierta y refugio magnánimo en la orilla misma de todas las rutas atlánticas que te abriera de par en par el Almirante de la Mar Océana.
Quizá desde el mismo cielo te contemplen como un singular y enhiesto trono que siglos tras siglo porta fe y devociones entre tres continentes.
Por todo ello, por esa historia de gentes sencillas que a esta isla y su capital hicieron grandes, vaya mi primer saludo, sin protocolos, formulismos o academicismos, para la propia ciudad y quienes la habitan en todos sus barrios, para quienes han llegado y aún llegan de uno y otro confín, que la ciudad es una y mi saludo, al corazón de todos ellos, quiere llegar como plegaria y oración al mismo Dios.
Las Palmas de Gran Canaria vive ya inquieta, parece que tiene urgencia por abrirnos su Domingo de Ramos, por abrir su parque al Señor de la Burrita en la mañana gloriosa de las emociones infantiles, - que quién no se haga como niño difícil tendrá el reino de los cielos-, que tiene prisa para acoger todos estos días grandes que ya llegan, con el Viernes de Dolores como sugestivo y puntual pórtico, que vive en una premura por encender cirios y engalanar tronos, pero un apremio que se entiende pues nos llega esa semana mayor que, por muchos siglos que pasen y años en que se repita, nunca será igual, como siempre es distinta la luz que la envuelve y la brisa que la acuna; y con ella también nos llega, en el caer de la tarde, la silueta nítida de cuantos aquí nos precedieron.

Ya todos sueñan con ojos avizores no sólo que llegan días y horas con hálitos de tradiciones, que pronto veremos a cofrades y procesiones, a lo mejor de la imaginería lujanera por las calles isleñas, sino que encontraremos de pronto una devoción hecha orbe, ambiente y ciudad.

El reloj marca el devenir del alma en esas horas de pasos, plegarias y sahumerios, y las flores, en su multicolor candor, clavel, nardo, salvia y rosa, germinan en los ojos de la memoria.
Un balcón, quizá un ventanal, se abre a la tarde, que ya viene María en sus esperanzas y la brisa se hace canto y quejío.
Quiero cantarte muy bajito ante tu trono y tú paso, María, pa que digan estos barrios al recibir mi requiebro ¡Viva la Madre que llora!
Y la mirada se fija, como laureles, ficus y palmas precisan su canto secular, en el paso quedo de cargadores y costaleros que sobre sus hombros llevan a la gloria de los cielos.

¿Qué tiene tú mirada? ¿Qué tienen tus manos? ¿Qué dolor florece en tu pecho? Junto a ti todo se hace mano y abrazo, se hace horizonte y vecindad, calles y plazas donde la piedad se hace llamada a la misericordia.
Salve Ciudad de Canaria, de tu inmortal primavera, de tu aire cálido y de tu mar de sueños, florecen los días grandes donde se consagran las emociones y se enarbola la mantilla blanca, entre admiración y rezos, de una Dolorosa que transita a la sombra de torres y espadañas paso a paso en la huella de una Cruz en la que también pende su corazón.
Dolorosa que avanza, en soledad, sobre el nivel de la noche atlántica, y la multitud que palpita en su compaña por Vegueta y Triana, por San Telmo y el Puerto de La Luz, por Schamann, San Lorenzo y Tenoya, se crece en la luz oscura y sabe que todo, un año más, se ha cumplido.

Padre Predicador y de la Salud la noche de tu procesionar veguetero se enciende la misma luna si no la hubiera;
que por Triana, en el devenir de los siglos, lo hiciste con el mensaje máximo de Tú sagrada humildad y paciencia, para atarte luego a la columna de todos los pecados y ser columna de redención, ¡Ay, mi Señor, que hasta el granizo quisiste que fuera tu azote!; ¡como de inexplicables deben ser nuestras faltas!
Si la isla es encuentro en la infinitud de la mar aún tu lo eres más en los océanos insondables de la vida, por lo que, cada uno, debe encontrarse contigo por Santa Ana como santo y seña de su existir, y a tu vera, por la madrugada de fachadas, monumentos y figuras pétreas, que unen las preces de quienes ya no están, recorrer las calles de Vegueta tras un Cristo silente; ¡Cristo en el más elocuente de los silencios, el de la oración!
Viernes Santo grancanario, en lo más hondo de su historia la cruz está clamando su triunfo; el murmullo del Santo Rosario y el pisar arrastrado de tus costaleros, en el fervor de una marea de mantillas blancas, hacen de estas calles vegueteras verdadero camino a ese Calvario donde cada año se redimen las ingentes penas de este mundo.
¿Quién no se queda inmóvil, casi de piedra, cuando entre las notas de la fúnebre marcha de Chopín la Dolorosa y su hijo crucificado sobre todas nuestras culpas miran hacia ese balcón de siglos donde la sagrada bendición parece despedirles en su entrada a la Catedral?
Queda ahora la palabra, siete palabras que son génesis y culmen de toda historia y vivencia humana: perdón, paraíso, hijo/madre, desamparo, sed, todo se ha consumado, espíritu encomendado, y en ellas el templo catedralicio, cada cual que escucha, es templo, monumento y testimonio de fe, que sin ella nada de esto tendría sentido, ni razón.
Ya te han bajado de la cruz que queda tan desnuda como el alma de tus hijos; ya te traen desde San Francisco en esa urna que por esplendida que sea poco esplendor tendrá nunca para quién no necesita esplendor alguno, para quién todo esplendor sólo reside en la misericordia de su mirada hacia cada uno de nosotros.


Fe, esperanza, misericordia, caridad; en el torneo de la vida y la muerte ante el mundo quedas proclamado vencedor por triunfal y rotunda resurrección; y Las Palmas de Gran Canaria, al mar y a los riscos, a sus plazas y recónditos rincones, a sus playas y muelles, al corazón de sus gentes de aquí y de allá, hace tañer sus campanas, sonar de los buques sus bocinas, de los timples sus acordes, de las gargantas su grito de júbilo, y hasta la brisa del Atlántico se aúna a tal feliz bullicio pues con tu resurrección, ahora sí, esta ciudad “¡Segura tiene la palma!”

Excmo. y Reverendísimo Sr. Obispo de Canarias, dignísimo Sr. Presidente de la Unión de Cofradías, Hermandades y Patronazgos de Gran Canaria, autoridades eclesiásticas, civiles y militares, representaciones de cofradías, hermandades y patronazgos, señoras y señores; ¡cofrades todos de Gran Canaria! ¡Con la venia!

Bajo un palio de palmas la fina luz atlántica va enhebrando las figuras, que siglo tras siglo, han compuesto la peculiar y personalísima identidad de esta ciudad en su “semana mayor”, en esa Semana Santa que tiene, por unos días al año, en Vegueta y Triana su particular y sugerente Jerusalén pasionista.

Palmas que ya dieron cobijo a la primera expresión de fe y devoción de esta ciudad el mismo día de su fundación, cuando al amanecer se levantará, acunado en los arenales de la Bahía de Las Isletas, un hermoso altar cubierto con ellas para que el deán Juan Bermúdez cantara la primera misa de esta capital, que fue de esas que llaman “de la luz”. Y la luz que coronó las horas fundacionales de esta urbe, luz de Dios, luz de la inteligencia humana y luz de la esplendida naturaleza atlántica entre la que emergía la isla en toda su grandeza, también moldearía el ser y sentir, el espíritu mismo de la ciudad mientras crecía en cuerpo y alma en el devenir de los más de cinco siglos de su historia.

Y junto a esa luz los sonidos, el repique y el chirriar de los primeros esquilones y campanas que hoy suenan a siglos, a solemnidades, al propio Camilo Saint-Saëns, campanas de Vegueta que el poeta Morales cantase con raíces de alma centenaria: “Volteó, lentamente, con ásperos chirridos,/ hirió el mazo de hierro los bordes musicales/ y cruzaron el aire los vibradores ruidos/ con un sonoro vuelo de alondras matinales…”

La ciudad germinó en el seno de un bellísimo y frondoso palmeral, por lo que a la palma llevó y tiene como nombre y seña de su identidad. Y si la palma y la palmera han aparecido siempre en el relato de los momentos más cruciales, trascendentes y sagrados del devenir de la humanidad, como también ocurre en la vida de Jesús –la Sagrada Familia descansa a la sombra de una palmera en su huida a Egipto; Jesús entra en Jerusalén entre palmas-, ahora, al convocar estos días de tanto arraigo para la capital grancanaria, en los que todos tenemos como una de sus estampas más clásicas al Cristo de la Sala Capitular catedralicia detenido en su trono a la sombra de la enhiesta palmera de la plaza del Espíritu Santo, la palma se nos muestra verdaderamente como símbolo de la victoria sobre el mal, lo perverso y la muerte y, por ello, símbolo de resurrección. No es mal emblema el que la ciudad escogió desde su nacimiento para señalar la identidad trascendente que ha destacado a sus vecinos a lo largo de su historia y se sacraliza tan hondamente en la intimidad de estos días de su Semana Santa isleña.
En el alba y a contraluz se presiente la silueta, esbelta y nostálgica, de una palma en su memoria.
En la distancia difuminada su imagen se confunde recortada en el firmamento y en el azul atlántico.
En las altas torres y las enhiestas palmas, sagrado solar de plaza mayor, sobrevuelan fugaces los recuerdos de mañanas luminosas en Viernes Santo.
Como velámenes vegueteros flamean las palmas en los aires de la semana mayor; por San Telmo una Triana en calma enarbola su pregonar marinero.
Que ya vienen los días grandes, lo ha cantado febrero hecho primavera; que ya viene la semana mayor y reverberan las palmas grancanarias.
Que ya viene marzo y están cercanas las horas grandes de la pasión; que ya vienen entre arcos y palmas los días en que se encamina la redención.
Lo canta ya en la brisa la campana y lo sueñan, candentes, sobre la mar los murmullos de preces que elevan las palmas.
Semana Santa de palmitos, palmas y palmeras; santo y seña de una ciudad que en su alma, sobre una blanquísima mantilla, te lleva como bandera.

No es de extrañar que Ignacio Quintana Marrero, en el primer pregón de la Semana Santa de Las Palmas, allá por el año 1948, cuando la capital insular casi estrenara su apellido “…de Gran Canaria”, al referirse a estas solemnidades no dudará en resaltar que se trata de una “…Semana Santa que coge y sobrecoge a la ciudad de punta a punta, enseñoreándose y proclamándose dueña del ambiente. Que esa es la principal nota de la Semana Santa de Las Palmas: un ambiente que no sólo perfuma el contorno y hace que hasta el olor de las rosas y los claveles exhalen el penetrante aroma de la liturgia, sino que se hace aire vital metiéndose en los pulmones de las gentes que ya son, viven y se mueven en Semana Santa…”

Rememorar esto me obliga también a hacer un recuerdo, un retorno a aquellos que fueron precedentes en este pregonar semanasantero en Gran Canaria. Sí, como queda dicho, el primer pregón oficial de la Semana Santa isleña lo pronunció en la de 1948 el escritor grancanario Ignacio Quintana Marrero, poco después de la célebre y recordada conferencia de Semana Santa que aquí pronunciara Federico García Sanchíz, quién pocos años antes, y con unas conferencias similares, también propiciara la aparición de estos afamados pregones en Sevilla, personalmente me atrevo a retrotraerme a muchos siglos atrás, a finales del siglo XVI, cuando ya algunas procesiones de crucificados recorrían las primeras calles de Vegueta a Triana, ó de Triana a Vegueta, acompañados de sus cofradías, y muchas eran las personas que recitaban o leían los versos del extenso poema “La Invención”, ó “la invención de la Cruz”, dedicado a la pasión de Cristo por el primer gran poeta canario, Bartolomé Cairasco de Figueroa, que, en fondo y forma, pudiera considerarse como un primigenio antecedente del pregonar isleño de Semana Santa: “Fue la otra invención aún más costosa,/ de más admiración y gallardía,/ porque en Jerusalén, ciudad famosa/ donde de todo el orbe gente había/ estando atenta a ver tan nueva cosa/ en un alegre pascua al mediodía/ salió con extrañísimo aparato/ el Redentor de casa de Pilato…”

Con los versos de Cairasco también aflora una realidad, la de siglos de hondas y arraigadas devociones, de sentimientos que, paso a paso, se han conformado en plegarias tan inmutables y sólidas como las mismas rocas con las que se levantó este grandioso templo cuya construcción solicitaron los mismos Reyes Católicos en 1484 al Papa Sixto IV; sentires de claras y rotundas convicciones religiosas que se han transmitidos de generación en generación, un orbe de espiritualidad surgido de la preclara luz del alma isleña que siempre se manifestó cuando fue preciso de forma tan franca, noble y a la vez sencilla como la misma identidad del isleño, y pudo por ello exclamar su lema de: “Segura tiene la palma”

Y con ello se hace patente que no es este conjunto de manifestaciones exteriores, que tanto han llegado a caracterizar el discurrir cotidiano de los días de la semana mayor con verdadera y sugestiva personalidad en estos barrios históricos o en otros lugares como el Puerto de La Luz o el pueblo de San Lorenzo, el que concita, irradia o promueve una fe y unas creencias, sino muy al contrario, todo ello existe y se ha suscitado en el tiempo y en el espacio como testimonio y expresión de esa honda espiritualidad que germina por todo el orbe insular y nos hace sentir parte de esa pasión universal que tiene, especialmente en estos día, a la misericordia como bandera y puente de encuentro entre los hijos del Altísimo.

Y precisamente en estos días apreciamos como esta es también para la Unión de Cofradías, Hermandades y Patronazgos de Gran Canaria, desde su fundación en el año 2004, una Semana Santa con un sentimiento muy especial, pues ni ha quedado huérfana, ni desasistida, dado que los sabios consejos que siempre recibió de su consiliario, desde un talante cercano de resaltada bonhomía, desde la humildad que le acercaba a todos, le vendrán ahora muy directamente de la misma cercanía del Altísimo donde D. Policarpo Delgado sigue rezando por todos nosotros, por esta querida Unión con la que él supo extender su trabajo y acción espiritual y social a todos y cada uno de los días del año. D. Policarpo, desde los sentimientos hondos de unos y otros, en el recuerdo emocionado de todos, este pregón ¡va por usted!

Hay quienes dudan del sentido religioso de la Semana Santa, de esas expresiones populares y de arte que complementan el culto más propio de estos días grandes, y que están arraigadísimas en la propia idiosincrasia de esta ciudad y de sus tradiciones; a estas personas las invitaría a que observasen con detenimiento, con precisión, la actividad y la actitud de cofrades, patronos, parroquianos, vecinos que participan y hacen posible estas manifestaciones de religiosidad que exigen dedicación, entrega, sacrificio, ilusiones y, sobre todo, la expresión de una fe honda, arraigada, madurada en su propio ser y en el devenir de unas familias a lo largo de los tiempos, y entonces entenderán que muchos podrían decir eso tan isleño de “¿Y qué necesidad hay de todo esto?”, pues igual hasta ninguna, pero es algo que germina en la de guardar unas tradiciones conforme al espíritu del Evangelio, de señalar a la sociedad en general que lo importante no es lo que ven ahora, lo que incluso algunos venden como atractivo turístico, sino la disposición de cada uno de ellos a entregarse al servicio de los demás, con el mismo espíritu evangélico de caridad, hermandad y misericordia todos y cada uno de los días del año, tal como enseña y predica Jesús de Nazaret a través de ese Señor Atado a la Columna bajo los laureles de Santo Domingo, de ese Cristo con la Cruz a Cuesta cuando recala por Santa Ana, de ese Cristo del Buen Fin que camina en silencio por la madrugada veguetera, de ese Cristo yaciente en su urna dorada al pasar por la Alameda trianera.

Semana Santa, tu signo está consumado; la Cruz exclama en toda su grandeza cuando discurre en su serena alteza y su amor, por plegarias, queda avalado.

Semana mayor, todo aparece fraguado; días donde el sentimiento es certeza y la devoción en su fineza es un testimonio en su fe enyugado.
En Tú nombre, señor, todo se alza, en Tú mirada el dolor del mundo se queda, en Tú caminar al Calvario algo se traza,
en Tú Cruz se abre a los cielos una vereda, y Tú discurrir silente por ella se desplaza pues nada hay que a Tú grandeza exceda.

Sí algo hay arraigado en Las Palmas de Gran Canaria esto es su Semana Santa, que como recuerda el cronista Domingo J. Navarro ya siglos atrás “…era siempre esperada con avidez…”, que como destaca el gran memorialista José Miguel Alzola “…constituía cada año un acontecimiento que, por repetido, no dejaba de ser esperado con deseo por los vecinos…” que a lo largo de la Cuaresma se preparaban “…para tener acomodadas sus conciencias y también sus indumentarias a la grandeza de los días solemnes por venir…”, o que como reseña en la prensa Domingo Doreste Fray Lesco era en sí misma “…la semana grande, los días de los recuerdos sublimes y de las esperanzas eternas…”

La ciudad se conformó, poco a poco, partir del primigenio Real de las Tres Palmas, luego Villa del Real de Las Palmas, y a ella se amoldaron también lentamente, muy despacio, como calan y se asientan los rasgos de identidad más indelebles, los ritos, festividades y tradiciones de esta celebración de la Semana Santa con aires atlánticos, punto de encuentro de usos y costumbres de muy dispar origen que aquí se acrisolaron con una nueva y singular personalidad definida por ser para todos, como rememoraba en sus versos Josefina de la Torre, una “Semana Santa isleña de inefable memoria:/ traje nuevo bordado, zapatos de charol…/ Ruidosos triquitraques del Sábado de Gloria:/ humo de sahumerio, algarabía y sol…”, que en alguna medida, como subrayó otro cronista oficial, Luis García de Vegueta, se caracterizaba por ser una “…Semana Santa apañadita, casi íntima, que la gente gozaba desde dentro, metida en la procesión y no contemplándola como un espectáculo…”, por lo que aquí nunca hubo carrera oficial, ni palcos principales, ni sillas alquiladas en el recorrido, que aquí la carrera mayor la llevaba cada cual en su alma, mientras se apresuraba a caminar lo más cerca posible del trono con la imagen de su especial devoción; como acontecía con Anita Carvajal, autora de la toca que durante décadas lució la Dolorosa de Santo Domingo y de la posición de su mano derecha que ella ajustaba como nadie, que la esperaba en un recodo de la plaza para observarla muy de cerca y acariciar las volutas de su trono, con la misma ternura que se mima a los seres mas queridos.

Porque todos, como la poetisa Chona Madera, se sentían “…parte de esa simiente…”, arraigada en escenas muy propias de estos históricos y viejos barrios, con escenografías muy ajustadas a la ocasión que brotan en versos de Ignacia de Lara: “En la noche solemne y silenciosa/como sumida en religioso anhelo,/ el clarinete con gemir de duelo/ dice en el aire su canción llorosa./ Se ve avanzar la imagen milagrosa,/ prendida en las manitas el pañuelo,/ y del manto de rico terciopelo/ envuelta en la negrura suntuosa…”, y me atrevería a añadirle, a cantarle como canto y quejío, como malagueña y saeta,

Semana Santa grancanaria; semana mayor para añorar soleadas y limpias mañanas de mantillas blancas, cientos de farolillos que rompen el luctuoso gris del atardecer, noches de plegarias tras un Cristo de siglos en procesión.

La ciudad creció y se colmó en su identidad; se transformó y mantuvo sus rasgos esenciales; llegó a nosotros y explosionó como cabe a una urbe cosmopolita y singular que busca su futuro y su progreso. Junto a ella, siendo parte de sus rasgos esenciales e ineludibles, nuestra Semana Santa también avanzó a través de los siglos en el mismo devenir de la ciudad. De aquellos crucificados del siglo XVI que cruzaban el barranco en una y otra dirección para cumplir con los respectivos conventos, se llegó a la ciudad ilustrada donde junto a cofradías y hermandades los colegios y corporaciones públicas, amén de muchas familias, acogieron sobre los hombros de su conciencia el dar la levantá a aquella semana mayor que tanto les colmaba el alma y que el insigne y genial Luján Pérez llenó de una imaginería que parecía tallada con la ayuda de los propios ángeles.

Una Semana Santa, que como afirmaba Quintana Marrero, y retorno al primer pregón semanasantero de la capital grancanaria, “…está firmemente afincada, enraizada en la ciudad. Pensad un momento en las cuatro antiguas parroquias de Las Palmas…” San Agustín, Santo Domingo, San Francisco y San Bernardo, las “…cuatro iglesias cardinales, cimiento de la religiosidad de Las Palmas; las cuatro firmes columnas de la Semana Santa nuestra, que cada día tiene su historia y su devoción, sus imágenes y sus tradiciones inalterables…”. Junto a ellas también han sido y son, andando el tiempo, columnas indiscutibles del vivir pasionista laspalmeño este propio templo catedralicio, esta Catedral de Canarias, con la que, dicho en versos de Cairasco, “…Gran Canaria puede/ llamarse siempre bien afortunada/ pues a Santa Ana el cielo le concede/ por titular patrona y abogada,/ donde en iglesia catedral que excede/ amuchas que lo son, es venerada,/ cuyo servicio, pompa y aparato/ del gran templo Hispalense es un retrato…”, y la cercana Ermita del Espíritu Santo; que poco se entiende como en su diminuto solar puede contenerse tanta gloria y esplendor sino es por puro dictamen y milagro del redentor.

Pero también con el devenir de los siglos la ciudad crece y con ella su expresiones y cultos de Semana Santa y cuando la primigenia ermita de Ntra. Sra. de La Luz se convierte en Parroquia el año de 1900 por impulso y dictamen del querido prelado José Cueto de la Maza y su templo actual queda inaugurado en 1913 por el también inolvidable Obispo Pérez Muñoz, en una Isleta que crece pujante, inquieta, ilusionada, las manifestaciones de la semana mayor tampoco quedarán atrás en este nuevo distrito de la ciudad que pronto incorporará, junto a los cultos habituales, un conjunto de procesiones y viacrucis que alcanzarán merecida fama y seguimiento en toda la ciudad. El siguiente paso en el desarrollo urbano, la denominada Ciudad Alta, tiene como expresión devocional de Semana Santa la concurridísima procesión de Nuestra Señora de Los Dolores de Schamann. El municipio de San Lorenzo, al finalizar la tercera década del pasado siglo, con su incorporación a este capitalino, también agrega antiguas tradiciones y cultos que hoy relucen en aquella plaza hermosa que ofrece a sus procesiones el bellísimo palio de sus gigantescos laureles.

Las Palmas de Gran Canaria, además, como un procesionar que corre por los entresijos de su alma, en el transcurso de sus más de cinco siglos de historia, en el fragor de muy diversos episodios en los que tuvo que dar todo lo mejor de sí y a través de la acción decisiva de ciudadanos de diferentes épocas, se identificó como una urbe noble, hospitalaria, comprensiva, solidaria y magnánima, rasgos que indiscutiblemente contribuyen a conformar su rostro, su carácter y su idiosincrasia y la identifican así ante el mundo entero como una verdadera ciudad “magnánima”, título que a comienzos del siglo XX el periodista y diputado Luis Morote pidió que se uniera a los que ya tenía de Muy Noble y Muy Leal.

Una ciudad y un vecindario, que a lo largo de su historia no sólo se manifestó a favor de las más ineludibles e inaplazables necesidades sociales en muy diversos y diferentes ámbitos, sino que también resaltó por sus acciones y actitudes generosas, comprensivas, solidarias algo que permite que esta capital siga siendo, y mereciendo ese título que reclamaba Luis Morote, una “ciudad magnánima”; una urbe que desde esta perspectiva de solidaridad que distingue a sus vecinos bien pudiera intitularse la Muy Noble, Muy Leal y Muy Magnánima Ciudad Real de Las Palmas de Gran Canaria.

Unas actitudes que hacen de ella una ciudad que se crece y modela para este Año de la Misericordia, pues en ella parecen entenderse y resonar con claridad las palabras del Papa Francisco cuando nos señala que “Redescubramos las obras de misericordia corporales: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, acoger al forastero, asistir los enfermos, visitar a los presos, enterrar a los muertos. Y no olvidemos las obras de misericordia espirituales: dar consejo al que lo necesita, enseñar al que no sabe, corregir al que yerra, consolar al triste, perdonar las ofensas, soportar con paciencia las personas molestas, rogar a Dios por los vivos y por los difuntos”. (Bula Misericordiae Vultus, n.15), en un orbe isleño donde, como señala el Santo Padre, se ha mostrado que también “Nos conmueve la actitud de Jesús: no escuchamos palabras de desprecio, no escuchamos palabras de condena, sino sólo palabras de amor, de misericordia, que invitan a la conversión”. (Primer Ángelus del papa Francisco, Plaza de San Pedro, domingo 17 de marzo de 2013)

Hondo dolor, Padre mío, tengo en el cuerpo de tanto verte arrastrar ese madero. ¿Qué daría yo al mirarte, Señor de la Cruz a Cuestas, para aliviar tu sufrimiento con los amores de mi pena?
Quiero caminar con los versos que me hagan Cirineo por la calle más larga de tu Miércoles Santo veguetero.
Quiero ser son de tambor ronco al redoblar cada esquina en el paso a paso del Nazareno, para cantar susurrante la gloria de este Jesús del Encuentro.
Quiero mirarle quieto y parado sangrante, sudoroso y cansado al pie de la torre catedralina, que el mismo atardecer ya adivina cuando sin queja alguna camina.
Quiero, en el blanco lienzo de lino, sentir como propias las marcas de ese camino; que para tú rostro de dolor sereno se hacen pocos mil reflejos de sol isleño.
A rezarte entre campanas viene tú barrio a Santa Ana; que hincado, bajo el peso de la Cruz, con la mirada erguida a todos bendices ¡Cristo de la Caída! (2003)

Vegueta y Triana florecen en todo su esplendor estos días de la Semana Santa, como un auténtico corazón pétreo de Las Palmas de Gran Canaria. Un corazón que palpita con intensidad en el sentir y las vivencias de nuestros conciudadanos, como ha ocurrido generación tras generación desde hace siglos, casi desde los mismos días fundacionales, cuando frailes dominicos y franciscanos fomentaron el culto público de la Pasión de Cristo.

Y este corazón laspalmeño recibe, en sus dos barrios históricos, Vegueta y Triana, a modo de aurículas de un mismo órgano, la sangre de los sentimientos de sus habitantes, con la que riega de vida y de memoria ese tesoro de antiguas iglesias y conventos que guardan en su perímetro ese reguero de calles y plazas cuyos nombres son auténticos capítulos de nuestra historia, el compendio de un ámbito urbano que, en pocos días, quedará nuevamente transformado en el más adecuado de los escenarios para la representación de la Pasión en la Semana Santa isleña.

Y surge aquí la leyenda. Vegueta y Triana son estos días, más que ningún otro, barrios de quimeras.

Téngase en cuenta que la leyenda de un barrio puede ser sus gentes y sus hechos, sus acontecimientos y sus tradiciones, pero sobre todo el mito de un barrio reside en su ambiente. Y estos días de semana mayor, de Semana Santa, Vegueta y Triana, con su singular y personal ambiente, despiertan en todos nosotros, en la inmensa mayoría de sus visitantes, la evocación de su leyenda de siglos, que aparece tan viva y palpable como suena el paso quedo y constante de los costaleros en el angosto silencio de los callejones, cómo relucen en la tiniebla fría del anochecer los velones del Cristo agustino en su Vera Cruz que pasó a ostentar también el patronazgo de esta capital, de su Corporación de gobierno y de su Policía Local , cómo brillan al sol del mediodía, bajo un toldo de palmeras, cientos de mantillas blancas, o cómo camina silente La Soledad bajo los laureles centenarios de La Alameda, que cierran sus frondosas copas para abrigar esa noche del Viernes Santo su camino del retiro resignado, del más grandioso y fecundo de los dolores.

Leyenda y ambiente. El corazón histórico de la capital grancanaria parece estos días de Semana Santa quedar cerrado en sus extremos dentro del límite de las viejas murallas con las que, hasta mediados del siglo XIX, se clausuraban Vegueta y Triana. Parece como si de nuevo quisieran permanecer cerrados para protegerse en ese ambiente tan personal, en esa epopeya única y sugerente que se mantiene pura, casi con el aspecto de antes, del que siempre quiso y siempre tuvo.

Por ello, recordaré siempre algunas escenas de este tiempo, soñadas o vividas, lo mismo da, como la que pude observar en el recoleto deambular de Semana Santa por una de esas viejas plazoletas.

Era una noche isleña en la que la luna, al rielar por el azul inmenso, se miraba en el espejo de la fuente de piedra. Sobre la taza, el surtidor rimaba su eterna canción en el rosario de sus líquidas perlas, que eran lágrimas delatadoras de una Dolorosa en su soledad, de nuestra Virgen de la Soledad camino de su retiro en el templo del viejo y trianero convento franciscano.

O como, desde la difícil época de los años ochenta del pasado siglo, con la Real e Ilustre Hermandad y Cofradía de Nazarenos de Nuestro Padre Jesús de la Salud y María Santísima de la Esperanza, la “Esperanza de Vegueta”, la noche avanza serena, fría en la brisa limpia que llega desde la marea, convirtiendo a todos, según decía el poeta, en costaleros de sus creencias en esta madrugada de procesión silente.

Un requiebro detiene la tarde, enmudece gargantas que al unísono quieren gritar ¡Guapa!, ¡Esperanza! ¡Esperanza de Vegueta!
Calla, calla, enmudece como el nazareno que ya viene la Virgen que María de la Esperanza paso a paso, muy despacito, bajo los laureles de Santo Domingo, quiere escuchar a Jesús de la Salud rezar desde su profundo silencio.
Tarde de procesión; redobla el tambor, quejidos del clarinete, calle a calle, esquina tras esquina, dulcemente mecida en la alegre contrición de sus costaleros, camina María de la Esperanza ¡Esperanza de Vegueta!
Ya tañe inquieta la campana ¡campana de Vegueta! al mar y a los riscos, al corazón de tus hijos, señala la aflicción de un encuentro en el pórtico de Santa Ana.
Salvia de la Gran Canaria, desde tu austero esplendor, en el requiebro cálido que besa tus pétalos de papel, enciendes el rostro, que es rostro de esperanza, de esta Madre que entre aplausos, saetas y folías a un golpe del capataz al cielo se alza.
Salvia de Esperanza, entre cirios y varales, entre penas y alegrías, bajo un palio de palmeras, ya viene en procesión María de la Esperanza, ¡Esperanza de Vegueta!. (1996)

Y en todo esto, seguro que en mucho más, reside la íntima persuasión legendaria que da a nuestra Semana Santa, a nuestras procesiones, su peculiar carácter. Así, en el aire suave del clima isleño en primavera, cualquier día de nuestra Semana Mayor, pude siempre comprender que esta Semana Santa de Las Palmas tiene también una palpable y atractiva singularidad. Es más, si cada pueblo tiene una forma diferente de comprender y expresar la pasión de Cristo, la del nuestro es esta que pudo, y puede hoy también, considerarse de las mejores.

Antigua ermita de los marineros, oración de los mareantes, remanso y sosiego para el alma aturdida en las tardes de la semana de pasión.
¡Ermita de San Telmo! Tu puerta chiquita, siempre callada, cada Miércoles Santo clama a todos los vientos del Atlántico que ya viene saliendo, que ya en la calle está con su pañuelo de lágrimas, con su rostro sereno, bellísimo,
Nuestra Madre de los Dolores, ¡Dolores de Triana! (1997)

Me remito a esa bella y sencilla manera de comprender las escenas de la Semana Santa, en la que, sin faltar la pompa y la majestad exigible a todo cortejo procesional, con un rico conjunto de formas artísticas en imágenes, tronos, candelerías y otros enseres propios de estas manifestaciones, su magnificencia reside en que Cristo, junto al dolor de su amantísima Madre, está en la meditación y el recogimiento de los fieles grancanarios en su semana mayor.

Ellos comprenden, en el marco de estos pétreos escenarios vegueteños y trianeros, la pasión de Cristo y se dan cuenta exacta de su cruento sacrificio. Y del otro dolor, el de la Madre.
Y aparece entonces la voz en el canto de la malagueña, en el de una imprecisa saeta, o apenas en un íntimo murmullo, que no puede renunciar a exclamar desde lo más hondo del corazón: “iMadre! Te traigo una candelería para alumbrar tu llanto; candelería de pura cera para iluminar el dolor más incólume, más quedo; el dolor de tu soledad…”.
Un símbolo indiscutible de esta Semana Santa en Vegueta y Triana lo encontramos cada año cuando, en el mismo pórtico catedralicio, un Cristo coronado de espinas en su cruz, el Cristo de la Sala Capitular, apenas momentos antes de la hora crucial, espera la llegada de su amantísima Madre, la Dolorosa de la Catedral, esa talla lujanera que fuera modelada por encargo del deán Toledo. Un Cristo ungido, en toda su majestad, por la elegante esbeltez y el natural esplendor de la palmera canaria.
Y es que la mañana de Viernes Santo, como señala un antiguo texto, pese a su limpia y brillante luminosidad atlántica, realzada en el espejo blanco de la mantilla isleña, “…no es más que un túnel donde los vientos soplan al compás de un llanto que anunciará que el Hijo de Dios ha muerto…”. El velo del templo se quiebra en señal de dolor, las campanas del barrio enmudecen en toda su grave solemnidad y chirría entonces quejumbrosa la matraca; Vegueta y Triana son rincones de emociones de siglos, una calle larga en la que año tras año procesiona una isleñísima Dolorosa, bajo más de una advocación. Por eso, al contemplarla, como la mayoría, yo le diría: “Virgen de los Dolores no me llores, que tu llanto es mi condena en esta tarde de Viernes Santo, ¡Ay! No me llores mi Genovesa del alma”.

Pero con la Semana Santa nos encontramos también en un tiempo en el que la música, el compás inalterable de las marchas procesionales, el quejido hondo de saetas y malagueñas, de trompetas solemnes, no se escucha, sino que apenas se oye, se insinúa esplendorosamente entre repiqueteos de campanillas, al fondo de un callejón vegueteño en la magnificencia de su estrechez.

Y en las horas cumbres de este recordatorio laspalmeño de la Pasión, al llegar el procesionar a la antigua Plaza de San Bernardo, el sagrado túmulo acalla cualquier murmullo. A la tenue luz de tus velones, con el silencio roto sólo por el paso arrastrado de su marcha a la funerala de los guardias civiles que dan escolta solemne a Tú trono, ante Tú sagrada imagen en el sepulcro, que diseñó el pintor Manuel Ponce de León y procesiona desde 1873, como el poeta José Luis Hurtado de Mendoza, me pregunto, todos nos preguntamos, una y otra vez: “…Si cayere de nuevo ¿a quién, Dios muerto, pediré ser de nuevo perdonado. A Ti Señor, a Ti, porque si ahora exánime y por tierra te contemplo, dejando en soledad las penas mías, Tu palabra me dijo que la aurora vendrá tras de la noche y que Tu templo volverá a levantarse a los tres días…”

Y luego, de nuevo, una Dolorosa en la plenitud de su soledad, que prosigue por las calles trianeras en pos de su retiro, con el dolor cuajado de llanto en su rostro sin par. Y todos te miramos y parecemos decir a voz en grito, o en el canto de unas malagueñas: “¡Se ve, Señora, que le has visto!; ¡Cómo se ve que sabes que ha muerto!; ¡Cómo se ve que te has quedado sola!

Sábado de Gloria. Domingo de Resurrección. Paz en las calles, espera en las almas. El Resucitado ya nos llega con su triunfo sobre el pecado, sobre la muerte, sobre las tinieblas que empañan de miserias el alma de la humanidad. Y en esa intensidad debemos buscar el origen y el fin de todo ello, de todo lo que se ha revivido en estos días por las calles de Vegueta y Triana, sin miedo alguno, porque, como señala San Mateo, “…sé que buscáis a Jesús, el que fue crucificado. No está aquí, porque ha resucitado, como dijo…”.

Así transcurre, año tras año, siglo tras siglo, nuestra Semana Santa insular en estos viejos barrios de Vegueta y Triana, como en otros lugares en los que ha crecido con la esplendida urbe que la cobija y a la que identifica. Cada día es una plegaria, una expresión de fe del pueblo que la vive y la siente, como la vivieron y sintieron sus padres y sus abuelos, y como están seguros que la vivirán sus hijos y sus nietos. Pero cada día es también una campana que tañe a tradición, a antiguas costumbres, a un carácter y un ambiente que hacen de esta Semana Santa un exponente de arraigada canariedad.

Un pregón de nuestra Semana Santa, que incluso como crónica debería ser mucho más extensa, podría convertirse en una verdadera lección de historia cuajada de nombres, fechas, datos, referencias artísticas, literarias o musicales. Pero éste desea ser sólo una llamada, un convocar con un pequeño apunte de un ambiente, de un carácter, de un estilo propio y arraigado que define a unos barrios y a sus gentes, a unas costumbres y a unas tradiciones que hacen muy laspalmeña la expresión de algo tan universal como la pasión, muerte y resurrección de Cristo.

Silencio de Vegueta, madrugada sin horas, silencio en el rito y hasta en el rezo, silencio de siglos, que el cofrade, silencioso y sin mediar palabra, ha escogido el camino más corto, pero el más difícil, para soñar con ser digno de tu cruz;
¡Oh Cristo del Buen Fin! Cuanto silencio escucho cada madrugada de Viernes Santo cuando a tu vera recorro las calles de Vegueta.
Es el silencio del Miserere, el de un sencillo paso para el más sublime de los sacrificios; silencio de farolillos, silencio de la campana que corta el procesionar cofrade; silencio del orador sagrado, cuyas palabras son dardos en la noche inmensa de nuestros pecados.
¡Oh Padre mío!, cuanto silencio en esta madrugada, y en el sosiego de los hombres, enmudecidos en su vileza, se escucha, más claro que nunca, Tú mensaje eterno; Tú voz, Tú diáfana voz, voz que no requiere palabra; voz, que un año más, nos habla de amor, de piedad, de misericordia; y nosotros, pecadores, un año más, que no te hacemos caso.
¡Cristo del Buen Fin eres la más diáfana de las claridades en la honda madrugada de nuestras vidas!
Cofrades de la madrugada, apóstoles de la única luz que alumbra el mundo, las Calles de Vegueta, cada medianoche del Jueves al Viernes Santo, se trocan en un sugerente camino hacia ese Cristo Moreno que, en su Cruz, nos habla desde el más elocuente de los silencios.
Cristo del Buen Fin, junto a tu altar, en la canarísima ermita del Espíritu Santo, también quiero escucharte en silencio, pedirte perdón por la pasión puesta en cada una de las palabras de este pregón, en cada uno de los versos de este humilde pregonero que sólo quiere llamar a todos a contemplar tu rostro sereno, a caminar, un año más, por las calles silentes de la madrugada vegueteña, y a escuchar el más hermoso de los pregones: ¡EL DE TU SILENCIO!
                                                                                                   (1998)
                                  Juan José Laforet (Cronista Oficial de Las Palmas de Gran Canaria)
Las Palmas de Gran Canaria, Catedral de Canarias, jueves 17 de marzo de 2016.

martes, 15 de marzo de 2016

LA PROCESIÓN "DE LAS MANTILLAS"

Procesión del Viernes Santo a su paso
por el Puente de Piedra. 1900-1905 (FEDAC)
Cada Semana Mayor del año, especialmente en Viernes Santo, no se entiende Vegueta y Triana, como muchas otras localidades insulares, sin la presencia de las mantillas canarias por sus calles, en el pórtico de sus iglesias y ermitas, en el procesionar entre palmitos, farolillos y cirios. A la mente de una inmensa mayoría con la blaquísima presencia de la mantilla retornan también la vieja estampa del Puente de Palo, el rumor del Guiniguada o el ronroneo de las olas que acuden a la costa a la llamada de las campanas de Vegueta, que tienen ya su mas selecto y eterno campanero en José María Millares. Otro inolvidable poeta isleño, Luis Doreste Silva, con el verbo encendido en los labios una mañana de cualquier Viernes Santo, no se resistió a proclamar “¡Mantilla canaria, paño entrañable, cuya forma está ungiendo la ternura única que ha de vivir bajo sus plieges finos! De la cabeza a la espalda, haciéndose como flor inmensa que quisiera dibujar simbólicamente un corazón. ¡Mantilla canaria que, mirada a través, dará siempre la imagen de la Isla! Digieras olorosa de incienso y azahares, hecha de canciones de cuna...”

Bajo un toldo de palmas, al cobijo de calles históricas como Espíritu Santo, de los Reyes, Doctor Chil ó Castillo, en la inmensidad bellísima de la Plaza de Santa Ana cada mañana de Viernes Santo, arropadas por una marea mantillas blancas que se nos antoja infinita, en el seno de una de las expresiones mas propias de la Semana Santa grancanaria y del procesionar de Las Palmas de Gran Canaria, nos encontramos con dos obras espléndidas del Señor Pérez  -hoy mas conocido por su nombre completo José Luján Pérez-, el Cristo de la Sala Capitular y la Dolorosa de la Catedral, ambas encargadas y donadas por el Deán Toledo, que salen a la calle en esta peculiar, isleña y veguetera procesión desde 1928 con el rezo del rosario como único acompañamiento y la ineludible Marcha Fúnebre de Chopin solemnizando su entrada en la S.I.B. Catedral de Canarias, ante la mirada extasiada de todos los presentes, por mucho que la hayan vivido uno y otro Viernes Santo, quizá como le ocurrió al sacerdote y poeta Mariano Hernández Romero que no dudó en cantarle a esta Dolorosa con un magnífico soneto en el que le dice: “Por las ondas graciosas de tu manto/ dulcemente navega la amargura,/ y en tu rostro florece la hermosura,/ al florecer la espuma de tu llanto”, todo un verdadero y magnífico prolegómeno para el Sermón de las Siete Palabras que se inicia nada mas entrar esta procesión en la Catedral y culmina hacia las tres de la tarde con la sagrada conmemoración de la muerte de Cristo.

Se cuenta que este Cristo fue tallado por Luján en dependencias del templo catedralicio y en el mismo intentó realizar el eterno ideal en el arte, superar la ocasión con la serenidad, dominar en calma suprema el tumulto sensible y dionisíaco. Si duda alguna, este Cristo, que se nos presenta de forma cerrada, con el fornido cuerpo abandonado definitivamente a una espléndida inercia, honra sobremanera a su autor.  La Dolorosa estuvo en la capilla privada del Deán Toledo hasta que en 1908 fue trasladada a la Catedral, una imagen a la que siempre se le tuvo enorme devoción y que destaca por la complicada riqueza de planos quebrados que señalan su rostro, así como por el manierismo de los pliegues inferiores de la túnica; se cuenta que a Luján Pérez le sirvió de modelo para esta talla el rostro cuajado de dolor de la pequeña huérfana Josefa María Marrero. Tampoco se nos puede olvidar que los tronos en los que procesionan ambas imágenes son obras de dos grandes artistas grancanarios; el del Cristo fue tallado y barnizado por Carlos Luis Monzón Grondona en 1946 y el de la Dolorosa se debe al escultor Juan Jaén que lo realizó en 1943 en madera tallada y barnizada de oscuro. Del patronato de ambas imágenes se han ocupado de siempre de forma generosa y con hondo sentido de la tradición y las devociones isleñas las familias Saavedra y Manrique de Lara respectivamente.

Mañana de Viernes Santo grancanario, veguetera expresión para añorar soleadas y limpias mañanas colmadas de mantillas blancas, que se erigen como auténtica bandera del alma de esta ciudad ante el paso de la Dolorosa catedralicia ante la que cada cual desde un silencio respetuoso en el requiebro de sus mas vivas emociones parece gritarla a cada esquina ¡guapa!, ¡guapa y mas que guapa!, y enarbolar ante ella esa mantilla que todos tienen ya por enseña isleña y yo por espejo en el que se reflejan todos mis recuerdos.