sábado, 21 de mayo de 2016

EL CORPUS, SUS FESTEJOS Y LOS "PAPAGÜEVOS"

Decían todas nuestras abuelas y abuelos que “en el año hay tres días que relucen más que el sol, Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión”. Del Corpus, que ya no reluce en jueves, pues pasó a domingo, y ya no lo hace tanto como antaño, al menos en su celebración vegueteña, pues en otras localidades de la isla como Arucas recupera buena parte de su esplendor, podemos decir que se trata de una festividad religiosa y popular que era esperada ansiosamente cada año por nuestros antepasados y se desarrollaba con enorme concurrencia y brillantez. Tanto que una disposición del obispo D. Cristóbal de la Cámara y Murga, que todos conocieron mas como “Obispo Murga”, allá por el siglo XVIII, insistía en que para el día del Corpus “estén las iglesias y parroquias aderezadas de lo mejor que se pudiere y las calles con doseles, tafetanes, con variedad de rosas y flores”.

Alfombra del Corpus en la Plaza del Espíritu Santo, 1925 (FEDAC)

Son muchas las personas que aún recuerdan que, llegado este jueves, Vegueta amanecía envuelta en un denso aroma a pinocha fresca, extendida por las calles aledañas a la Catedral de Canarias, para  sobre ella confeccionar las ricas y vistosísimas alfombras de flores. Llegado el mediodía, los pétalos multicolores de las alfombras competía con la intensísima luz solar de esos días en que la primavera ya se encamina al estío, mientras se regaba continuamente para impedir que la brisa atlántica se llevara aquella delicadísima ornamentación. La víspera, en horas de tarde y noche, reuniones de niños, jóvenes y mayores, en los patios de las casas responsables de la confección de estas alfombras en distintos tramos, se encargaban de deshojar las flores, mientras disfrutaban de una suculenta merienda. En fin, un ambiente festivo, que conectaba directamente con antiguas tradiciones y eventos, para el que el barrio se engalanaba con alfombras de flores, las paredes se recubrían con palmas y en determinados puntos del recorrido procesional, como en la plaza del Pilar Nuevo, se montaban bellos, singulares y artístico altares, ante los que se detenía el trono de plata con la sagrada custodia. 


Alfombras del Corpus en la Plaza de Santa Ana, 1906 (FEDAC)
Esta festividad religiosa y popular, que supone el momento culminante de todas estas celebraciones sagradas  relacionadas con el mundo de la naturaleza, las flores, como la cruz enramada de mayo, la lluvia de pétalos en la Catedral el día de la Ascensión,  que tiene su origen en disposiciones eclesiales emanadas del Concilio de Trento, tuvo su mayor desarrollo y esplendor en los siglos XVII y XVIII, y especialmente en los años en que el barroco imponía sus gustos y hábitos en la sociedad. Gran Canaria no fue ajena a estas modas, y junto con la idea de colocar artísticamente pétalos de flores, con los que se formaban hermosas alfombras, a la vez que muchos otros adornos callejeros, surgieron hábitos festivos como comedias, que desaparecieron por la disposición que en ese sentido hizo el Obispo Juan de Guzmán en 1623, al decir, en cabildo espiritual, que “en las Fiestas del Corpus no haya comedia ni coloquio, sino danzas”. Danzas ante la sagrada forma, que si en la edad media era hábito que tenían los propios canónigos y sacerdotes, en estos días era muchachos jóvenes ataviados con ricos atuendos, puede que al modo de los sevillanos “Seises” –que aún perduran-, y que  aquí en Gran Canaria se les conoció como “Machachines” o “Matachines”, según testimonian algunas crónicas.



Pero en el entorno de este día grande, en aquellos siglos, la festividad se arropó con otras celebraciones de carácter más lúdico, como pudieron ser los juegos de toros, lidiados por caballeros a caballo con varas, o la celebre y festejada comitiva de “La Tarasca”, una especie de serpiente con aires de dragón, que representaba al pecado, y que era sometida por una imagen, de corte femenino ó angelical, con la representación de una custodia sagrada en la mano, que semejaba la virtud que se imponía al mal. En esta comitiva surgió una figura que luego se mantendría y se extendería a otras fiestas religiosas y profanas, los famosos “papagüevos”, unas figuras grotescas –que en ocasiones han representado los rostros de personajes populares–, que danzaban continuamente para alegría de los mayores y asombro y susto de los más pequeños. Ya son mencionados en 1777, por las autoridades religiosas isleñas cuando señalaban que  “en Cabildo, que se celebró este mismo día se acordó,  que se suspendiesen las Danzas de muchachos, Gigantes y Papahuevos y demas con que se celebraba el día de Corpus…”. El lagunero José Rodríguez Moure, en  "El ovillo", allá por 1923, recordaba como  “a la chiquillería vocinglera atráiganla los gigantones mascarones de la Tarasca, la Vicha y los Papahuevos…”, en referencia a los festejos del Corpus; sin embargo, en Canarias pronto se popularizó, para denominar a su particulares y arraigados  gigantes y cabezudos, el término “papagüevo” que hoy se utiliza profusamente.    

martes, 10 de mayo de 2016

LOS PERROS DE SANTA ANA

No es la primera vez que se retiran los canes que más han ladrado en esta capital desde su supuesto broncíneo silencio. En algunas ocasiones, como cuando se restauró la plaza mayor de la ciudad por última vez, en los años noventa del pasado siglo, fueron muchas las voces e ingentes los chorros de tinta que se vertieron en defensa de un grupo escultórico que a lo largo de un siglo de presencia urbana se convirtieron no sólo en un verdadero símbolo de la ciudad, sino en una parte muy viva de la memoria personal de muchos de sus vecinos -son miles los niños de todas las generaciones que han tenido y tienen una foto subidos a estos perros-. No es de extrañar que ahora, cuando se retiran para una necesaria labor de restauración y mantenimiento, se haya despertado de nuevo el interés y cierta preocupación entre el vecindario, que no deja de mostrar su interés por que pronto esta peculiar jauría vegueteña, cazadores de sueños, de sentimientos, de memorias colectivas, campe íntegra de nuevo desde la inmovilidad por sus predios santaneros.

FEDAC - 1900 - 1905


Sin embargo, esto no fue siempre así. Cuando se colocaron, allá por el año 1895, por iniciativa del alcalde Felipe Massieu, para rematar de alguna forma las obras de remodelación, mejora y embellecimiento que entonces se dieron en la plaza que lleva el nombre de la Patrona de la Ciudad, Santa Ana, fueron muchas las voces discordantes con esta iniciativa, que no se veía muy adecuada para la dignidad, la suntuosidad y la importancia señera que tenía aquel lugar principal de la ciudad. Ejemplo de ello fue un extenso editorial publicado por el periódico “El Defensor de la Patria” que se oponía rotundamente, por el aspecto denigrante que traería la presencia de aquellos “bardinos” a lo ojos de propios y foráneos. Es más, decía que con ello la Plaza Mayor pasaría a ser “¡PERRERA INCONDICIONAL!”

Pero esto no fue así, y poco a poco, a estos perros les ocurrió casi lo mismo y al mismo tiempo que a la parisina Torre Eiffel que no gustaba y apunto estuvo de sucumbir -se salvó en una ocasión por un sólo voto del Consejo de Ministros galo-, pues poco a poco fueron entrando en el orbe de la memoria colectiva de vecinos y viajeros, que los identificaron como hermosos, elocuentes y adecuados símbolos urbanos de ambas capitales a lo largo de todo el siglo XX.
Los perros de la Plaza de Santa Ana, obra en hierro colado del escultor francés Alfred Jacquemar (París 1824), cuyas iniciales (A.J.) se encuentran en las esculturas, llegaron envueltas en cierta leyenda que llegué a escuchar, con ciertas y diversas variaciones, a muchas personas casi coetáneas a este grupo escultórico o que a su vez la habían escuchado de sus padres; el propio Néstor Álamo me la llegó a comentar también en algunas ocasiones.


Por lo visto Felipe Massieu los recibió como muestra de gratitud del capitán de un buque francés que, camino de Sudáfrica, tuvo problemas y debió recalar por aquí durante una larga estancia, en la que él y su tripulación fueron muy bien acogidos y atendidos por la población y sus autoridades, algo fundamental en aquellos tiempos en que el Puerto de La Luz comenzaba a emerger en aguas de Las Isletas. Sin duda se trataba de esculturas producidas por el taller francés Vald'Osne -también está grabado este nombre en las estatuas perrunas-, que se transportaban para el embellecimiento urbano de algunas ciudades sudafricanas. Si de este taller existen muestras de este tipo de mobiliario urbano en diversas ciudades europeas, como en Rotterdam, también sé de perros similares a estos en Londres y en Málaga, que he podido fotografiar personalmente y tienen las mismas iniciales de A.J., pues este escultor trabajó durante muchos años para esta empresa que tanto prestigio y clientes tuvo en aquellos años finiseculares.


Si Víctor Doreste, en su deliciosa obra “FAYCÁN”, les dio vida, les puso nombres y los hizo corretear por el cauce, entonces abierto, del barranco del Guinigüada entre Vegueta, Triana y los Riscos, lo que contribuyó a partir de la década de los años sesenta del siglo pasado a asentarlos definitivamente en la memoria colectiva de la ciudad, es lógico que ahora se perciba una inquietud colectiva, que se muestra muy interesada por los trabajos que hacen que deban ser retirados por unos días, pero estoy convencido que pronto todos volverán a aullar silentes y satisfechos a esa luna llena del alma vecinal de Las Palmas de Gran Canaria.